Por qué horneamos casi siempre a 180 grados (y por qué nuestro horno no suele estar realmente a esa temperatura)
12:04 a.m.El gusanillo por la cocina me vino ya de muy pequeña, pero no me lo tomé en serio hasta que me convertí en la repostera oficial de la familia. Al principio seguía al pie de la letra las indicaciones de libros, blogs y revistas, y pronto interioricé esa máxima común de "hornear a 180 grados centígrados en horno precalentado". Pero, ¿por qué siempre a esa temperatura?
Son los grados que se indican en la gran mayoría de recetas de repostería, desde galletas hasta bizcochos, muffins o pasteles, y también se puede leer en asados de verduras, pescados o aves como el pollo asado. Es una medida estándar y se equipara a los típicos 350 grados farenheit anglosajones, aunque no coincide al 100%. La explicación es bastante sencilla, y la tienen, en parte, aquellos viejos hornos de nuestros abuelos.
No siempre fue fácil controlar la temperatura
El ser humano “inventó” la cocina cuando empezó a aplicar calor a los alimentos antes de comerlos. El uso de los primeros hornos se pierde en los orígenes de la humanidad, y desde luego su uso era generalizado ya en la Antigüedad. Pero hasta hace relativamente poco tiempo no era nada fácil controlar la temperatura.
Al menos no con la precisión y sencillez con la que lo hacemos hoy. Un horno primitivo podía consistir en un gran receptáculo de barro o piedra calentado por madera o carbón, cuyo interior difícilmente se podía controlar a voluntad. Los panaderos, reposteros o cocineros tenían que apañarse con la experiencia, la intuición, y métodos artesanales para comprobar la temperatura.
Un sistema para saber si el horno estaba lo suficientemente caliente consistía en echar harina para vigilar lo que tardaba en quemarse, o simplemente introducir un brazo, aguantando todo el tiempo que fuera humanamente posible.
Los recetarios antiguos apenas daban indicaciones sobre la temperatura del horno
Poco a poco la tecnología fue avanzando y los hornos también se beneficiaron de las innovaciones de las revoluciones industriales, pero aún tardarían en ganar precisión. Cuando los recetarios de cocina empezaron a popularizarse desde el siglo XIX, no era muy común encontrar indicaciones exactas sobre el horneado, o eran muy vagas.
Por ejemplo, en 'The Woman Suffrage Cookbook', un volumen de 1886 que recopila recetas para las amas de casa y el cuidado familiar de enfermos, encontramos muchas recetas de pasteles y bizcochos sin pistas sobre la temperatura de horneado. Otras preparaciones solo apuntan frases como “bake in a quick oven” (“hornear en horno rápido”) o “bake in an oven not very hot” (“hornear en un horno no muy caliente”).
Temperatura baja, media o alta
Seguramente vuestros hornos incluyan ya una pantalla digital que permite regular manualmente los grados de temperatura, ajustando con precisión más o menos exacta la potencia deseada. O, como mínimo, cuenten con la típica ruedecilla de funciones y las temperaturas a utilizar. Pero hasta hace pocos años eso era cosa del futuro.
Aún recuerdo el primer horno de mis padres en la casa del campo, que había que encender manualmente prendiendo la llama del gas en el interior. Tan solo incluía tres opciones: temperatura baja, temperatura media/moderada y temperatura alta. Y chimpún.
Algunos modelos más sofisticados disponían de un dial al estilo británico, con diez marcas, similar al rango de potencia que suelen llevar hoy en día las placas de vitrocerámica e inducción. Pero no estaba muy claro a cuántos grados equivalía el nivel seis, o el ocho.
Por eso todavía se leen esas indicaciones en las viejas revistas de cocina o libros antiguos, y también sobreviven en los recetarios caseros escritos a mano que muchos conservamos como oro en paño. Reliquias que son testigo de un tiempo pasado, pero no tan lejano, en el que se vivía más feliz sin obsesionarse tanto por la temperatura del horno.
Traduciendo la potencia a grados de temperatura: los famosos 180º son en realidad una convención
Son muchas, muchísimas las recetas que empiezan indicando que debemos “precalentar el horno a 180 grados centígrados” -en Directo al Paladar tenemos para todos los gustos-. Equivale, grosso modo, a los 350 grados farenheit que solemos ver en el mundo anglosajón, a pesar de que la conversión exacta es la siguiente:
- 180 grados centígrados = 356 grados fahrenheit.
- 350 grados fahrenheit = 177,6 grados centígrados.
Es una manera de simplificar el asunto, pues en realidad nuestro horno nunca está a 180 grados. Los hornos domésticos corrientes no alcanzan esa precisión -aunque los modelos de última generación están dando grandes avances para lograrlo-; es una mera cuestión de funcionamiento.
Por regla general, un horno funciona mediante un termostato interno que se calienta dentro de un rango más o menos variable según la temperatura que hemos marcado. Si creemos que estamos horneando a 180 grados, en realidad la cifra fluctuará entre los 175 y 190, aproximadamente. Al menos es la temperatura del termostato, porque el espacio del horno también será algo diferente.
Los famosos puntos calientes o el abrir y cerrar la puerta afectan también a la temperatura, por eso conviene girar lo que estemos horneando a mitad de tiempo para intentar lograr un resultado más homogéneo. Además hay hornos con el termostato mal calibrado, y otros que, simplemente, son más precarios.
Un horno doméstico nunca está a la temperatura exacta que creemos
Se han establecido los 180 grados como una convención general para indicar una temperatura moderada, que podría ser media-alta si además usamos ventilador o si el horno es eléctrico, frente al gas, que tiene menos potencia. A esa temperatura es más fácil hornear bizcochos, galletas o verduras sin tanto riesgo de carbonizarlos.
La famosa reacción de Maillard
La célebre reacción de Maillard es la responsable de obtener resultados deliciosos en la gran mayoría de elaboraciones culinarias. Es un proceso químico mediante el cual las moléculas de las proteínas y los azúcares de los alimentos reaccionan entre sí gracias al calor. Así, por ejemplo, se dora la carne y se “caramelizan” los jugos, se potencian los sabores, se desarrollan nuevos aromas y colores o se crea la corteza crujiente y tostada de carnes, panes o masas de repostería.
Esta reacción solo se consigue a partir de cierta temperatura -por eso la carne cocinada sous vide necesita una fase final de plancha-, y los 180 grados son una buena medida estándar. Con esta potencia podemos hornear casi cualquier cosa sin correr tanto riesgo de acabar con la comida quemada.
De hecho, he comprobado cómo un viejo recetario suizo de galletas indicaba hornear a 200 grados, pero la revisión del texto actual ha bajado la temperatura a los 180 grados de rigor. Probablemente porque los hornos antiguos eran menos potentes, o porque ahora los reposteros domésticos somos más despistados.
Tomando esta medida como base, elaboraciones más específicas ya juegan a ampliar o disminuir los grados en función de los resultados que se buscan. El pan y la pizza, por ejemplo, necesitan muchísimo más calor para crecer correctamente y desarrollar una buena corteza; los dulces con mucho azúcar se benefician de temperaturas más suaves, porque el azúcar podría quemarse demasiado rápido.
En cualquier caso, hay que hacerse a la idea de que cada horno es un mundo y no debemos guiarnos ciegamente por la temperatura indicada. Una vez tengamos la confianza de que está bien calibrado, lo mejor es adquirir experiencia y aprender a manejar por uno mismo el horneado, siempre vigilando lo que ocurre tras la puerta.
Y si queremos controlar con precisión el proceso, una buena inversión es un termómetro instantáneo para medir la temperatura interna de los alimentos, y no tanto del horno. Solo así sabremos realmente los grados a los que se está cocinando cada producto para actuar en consecuencia.
Fotos | iStock - Unsplash - Pixabay
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La noticia Por qué horneamos casi siempre a 180 grados (y por qué nuestro horno no suele estar realmente a esa temperatura) fue publicada originalmente en Directo al Paladar por Liliana Fuchs .
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